Un cuento
Aquí quien se traga algo es la carroza funeraria...
Cuando miré la cama y vi los ojos grises de la abuela perdidos en algún lugar del techo, se me coaguló la sangre y una espesa bola de baba demoró siglos en cruzar mi garganta. Mis rodillas se doblaron y alguien tuvo que auxiliarme mientras otros lo hacían con la enferma.
Ulula la ambulancia y veo aparecer en la ventana un reflejo de luces rojas que giran y giran hasta marearme. Tengo las manos frías y resecas. Un batallón de uniformes blancos aparece por el corredor. Un dedo les indica la pieza. Desaparecen en la esquina del pasillo. Más atrás viene alguien arrastrando una máquina con ruedas por el suelo de parqué. Un skateboard atraviesa las líneas de la vereda, su ruido rítmico alisa un poco mi angustia. Pero el recuerdo se absorbe como agua sobre la tierra cuarteada. Vuelvo. Tengo que ir a ver, me han dejado sola mientras se me pasa esta pataleta de terror. Abajo, las balizas siguen girando silenciosas en medio de la noche. Esperan que salga la camilla que será tragada por la gran boca. La ambulancia tiene hambre de muerte. Muerte. La palabra retumba en el fondo de mi cerebro vacío. Ningún otro pensamiento acolcha la horrorosa realidad y esa palabra rebota sin compasión, un perro rabioso dentro de una jaula. Un toro sangriento que sale arrastrado por la cola después de la corrida, dejando en la arena un rastro rojo. Rastrojo. Imagino órganos humeantes, olor a grasa. Quiero vomitar, me siento mal. No puedo moverme, se han olvidado de mí. Piensan que la píldora blanca me dejó fuera de combate. El corazón me late con fuerza, como queriendo restaurar ese latido que se escapa allá adentro. Silencio. Olor a yodo como sangre muerta. Cierro los ojos. Un ejército de ángeles blancos sale por el pasillo cargando un palanquín. Sus pies no tocan el suelo del corredor iluminado. Sentada en el medio, impartiendo bendiciones, viene la abuela. Está pálida pero sonríe sin dientes postizos. Brillan sus ojos grises. En su cabeza, una corona de flores. Jazmines, las que más le gustan. Combinan con su túnica blanca que refulge. Las alas de los ángeles se agitan cuando pasan frente a mí. Los sigo con la vista hasta que desaparecen. Bajo los ojos hacia la ambulancia que abre sus fauces. Los ángeles le dan su alimento. La abuela me saluda con la mano desde su palanquín antes de que se la trague el elefante blanco. Le sonrío. No ulula la ambulancia con su estómago cargado. Apaga las luces rojas y se va en silencio.
Alguien pone la mano sobre mi hombro, pesa toneladas. Giro la cabeza. Me sonríen. No es la abuela. Me conducen de la mano hasta su cama vacía, en las sábanas aún está la marca de su cuerpo. Y ese olor a jazmín. Pasó un tifón y se llevó a la abuela, con su túnica blanca y su corona de flores. ¿Cuándo la traen?, intento preguntar. Silencio. En el viejo sillón de la pieza, mamá está llorando en silencio. En cámara lenta me acerco a la cama. Me acuesto y cierro los ojos. Alguien me tapa con la frazada aún tibia de la abuela. Todo se oscurece y la escena se repite.
Lanzo un grito y huyo por el corredor. Un par de brazos firmes me detienen. Me empujan a una silla, abren mi boca, un nuevo grito se atasca en mi garganta. Una pastilla blanca, agua que no puedo tragar. La abuela tenía los ojos muertos, lo sé. Mis manos rascan mi cuello, tengo sangre en las uñas. Un rato después, mis músculos se van soltando, los brazos cuelgan inútiles al lado de mi cuerpo. Mis pies se adhieren a la alfombra y mi espalda se pega al tapiz del sillón. Grito sin voz, lloro lágrimas secas, pero ya no importuno. Pobrecita, oigo decir a mamá. No cerraré los ojos, no lo haré, me repito embutida en el sofá frente a la ventana que da a la calle.
No sé cuánto tiempo ha pasado. Siento en el corredor un barullo de puertas, unos hombres se dirigen a la pieza de la abuela. No me muevo, no quiero saber. Silencio. Una bandada de cuervos sale por el pasillo cargando un cajón oscuro. Sus pies van hiriendo para siempre el piso del corredor en penumbras. Pero la abuela no se levanta ni me saluda. Ya no brillan sus ojos. Hombres de negro como abejorros malditos suspenden su cuerpo en el aire. Con la cabeza gacha y los ojos hurgando el suelo, ellos desaparecen tras la puerta. Bajo la vista hacia la calle. La camioneta negra saca la lengua y recibe, como una hostia, el cuerpo muerto de la abuela.
Cuando miré la cama y vi los ojos grises de la abuela perdidos en algún lugar del techo, se me coaguló la sangre y una espesa bola de baba demoró siglos en cruzar mi garganta. Mis rodillas se doblaron y alguien tuvo que auxiliarme mientras otros lo hacían con la enferma.
Ulula la ambulancia y veo aparecer en la ventana un reflejo de luces rojas que giran y giran hasta marearme. Tengo las manos frías y resecas. Un batallón de uniformes blancos aparece por el corredor. Un dedo les indica la pieza. Desaparecen en la esquina del pasillo. Más atrás viene alguien arrastrando una máquina con ruedas por el suelo de parqué. Un skateboard atraviesa las líneas de la vereda, su ruido rítmico alisa un poco mi angustia. Pero el recuerdo se absorbe como agua sobre la tierra cuarteada. Vuelvo. Tengo que ir a ver, me han dejado sola mientras se me pasa esta pataleta de terror. Abajo, las balizas siguen girando silenciosas en medio de la noche. Esperan que salga la camilla que será tragada por la gran boca. La ambulancia tiene hambre de muerte. Muerte. La palabra retumba en el fondo de mi cerebro vacío. Ningún otro pensamiento acolcha la horrorosa realidad y esa palabra rebota sin compasión, un perro rabioso dentro de una jaula. Un toro sangriento que sale arrastrado por la cola después de la corrida, dejando en la arena un rastro rojo. Rastrojo. Imagino órganos humeantes, olor a grasa. Quiero vomitar, me siento mal. No puedo moverme, se han olvidado de mí. Piensan que la píldora blanca me dejó fuera de combate. El corazón me late con fuerza, como queriendo restaurar ese latido que se escapa allá adentro. Silencio. Olor a yodo como sangre muerta. Cierro los ojos. Un ejército de ángeles blancos sale por el pasillo cargando un palanquín. Sus pies no tocan el suelo del corredor iluminado. Sentada en el medio, impartiendo bendiciones, viene la abuela. Está pálida pero sonríe sin dientes postizos. Brillan sus ojos grises. En su cabeza, una corona de flores. Jazmines, las que más le gustan. Combinan con su túnica blanca que refulge. Las alas de los ángeles se agitan cuando pasan frente a mí. Los sigo con la vista hasta que desaparecen. Bajo los ojos hacia la ambulancia que abre sus fauces. Los ángeles le dan su alimento. La abuela me saluda con la mano desde su palanquín antes de que se la trague el elefante blanco. Le sonrío. No ulula la ambulancia con su estómago cargado. Apaga las luces rojas y se va en silencio.
Alguien pone la mano sobre mi hombro, pesa toneladas. Giro la cabeza. Me sonríen. No es la abuela. Me conducen de la mano hasta su cama vacía, en las sábanas aún está la marca de su cuerpo. Y ese olor a jazmín. Pasó un tifón y se llevó a la abuela, con su túnica blanca y su corona de flores. ¿Cuándo la traen?, intento preguntar. Silencio. En el viejo sillón de la pieza, mamá está llorando en silencio. En cámara lenta me acerco a la cama. Me acuesto y cierro los ojos. Alguien me tapa con la frazada aún tibia de la abuela. Todo se oscurece y la escena se repite.
Lanzo un grito y huyo por el corredor. Un par de brazos firmes me detienen. Me empujan a una silla, abren mi boca, un nuevo grito se atasca en mi garganta. Una pastilla blanca, agua que no puedo tragar. La abuela tenía los ojos muertos, lo sé. Mis manos rascan mi cuello, tengo sangre en las uñas. Un rato después, mis músculos se van soltando, los brazos cuelgan inútiles al lado de mi cuerpo. Mis pies se adhieren a la alfombra y mi espalda se pega al tapiz del sillón. Grito sin voz, lloro lágrimas secas, pero ya no importuno. Pobrecita, oigo decir a mamá. No cerraré los ojos, no lo haré, me repito embutida en el sofá frente a la ventana que da a la calle.
No sé cuánto tiempo ha pasado. Siento en el corredor un barullo de puertas, unos hombres se dirigen a la pieza de la abuela. No me muevo, no quiero saber. Silencio. Una bandada de cuervos sale por el pasillo cargando un cajón oscuro. Sus pies van hiriendo para siempre el piso del corredor en penumbras. Pero la abuela no se levanta ni me saluda. Ya no brillan sus ojos. Hombres de negro como abejorros malditos suspenden su cuerpo en el aire. Con la cabeza gacha y los ojos hurgando el suelo, ellos desaparecen tras la puerta. Bajo la vista hacia la calle. La camioneta negra saca la lengua y recibe, como una hostia, el cuerpo muerto de la abuela.
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