Lo comido y lo leído

miércoles, septiembre 26, 2007

Ratatouille

Una de las pélículas "gastronómicas" que más me ha gustado después de La fiesta de Babette es Ratatouille, la rata cocinera de los estudios Pixar Disney. Esto es lo que escribí de ella en Capital hace un par de números.

Cine comestible

Este año, un par de películas culinarias visitan nuestras carteleras: la infantil Ratatouille y la comedia gringa Sin reservas. La primera más feliz que la segunda, me hacen recordar otros filmes donde la comida es protagonista.

En la película de los estudios Disney Pixar Ratatouille, la jugada del director Brad Bird no era nada de fácil. Había que romper la barrera del asco, metiendo ratas a una cocina, y más encima ¡a cocinar!! Ratas, ratones y bichos es lo último que uno quisiera ver –incluso, saber que existen- en el ojalá inmaculado piso de la cocina de un restaurante. Pero dudo que alguien no pueda sentir ternura y simpatía por Remy, la rata francesa de olfato privilegiado que sueña con ser chef. Porque Remy es un soñador que no abandona su ideal, pese a ser virtualmente imposible: primero, él es una rata, por lo tanto no puede comunicarse con los humanos, es pequeña y está asociada a la basura y suciedad. Remy es un gozador al le gusta olfatear los ingredientes e imaginar cómo los combinaría, mientras mira a través de la ventana el programa de TV del gran Gusteau, un chef francés. Cuando llega a la ciudad, al restaurante de su admirado Gusteau, conoce a un joven torpe e inseguro, se esconde bajo su sombrero de chef y a su manera le va soplando qué debe hacer para que los platos le queden ricos. No les voy a contar toda la película, porque tiene muchos más detalles entretenidos. Pero luego de ver las escenas finales –cuando el crítico prueba la ratatouille preparada por las ratas y sus hoscas facciones se ablandan con ese sabor que lo transporta a su infancia-, estoy segura de que Brad Bird debe ser un gozador. Porque él no solo muestra en la cinta la vorágine de la cocina de un restaurante, sino que entiende y transmite el rol que, aparte de alimentar, la buena comida tiene en la vida del hombre (para mí, al menos): entibiarle el alma, acompañarlo, llevarlo a sus mejores momentos, hacerlo un poco feliz. Me encantó y me emocionó Ratatouille por todo eso; si no la han visto, se las recomiendo.
Sin reservas, protagonizada por Catherine Zeta Jones y Aaron Eckhart (un bombón, hablando de comida…), también transcurre en la cocina de un restaurante. Es una comedia romántica que no tendré el mal gusto de contarles pues aún está en cartelera. Aquí se muestra una chef (Jones) apasionada con su trabajo, maniática del detalle, arisca. Una cocina impecable, donde quienes trabajan no parecen siquiera sudar, sus chaquetas no tienen ni una mancha. Está la vorágine del momento del servicio, claro, pero no sé, no me la creí, todo era demasiado producido, lindo y perfecto; una cocina en servicio no se ve así. Los personajes no están mal, el bombón que canta arias de ópera mientras cocina es un placer de mirar, pero me atrevería a decir que el director de Sin reservas no es un gozador. Debe comer siempre los mismos platos, incluso es posible que cuide la línea, sin sobrepasarse, cuidándose de disfrutar demasiado, de pasarse de la raya. La cocina no lo apasiona, en Sin reservas es un mero escenario que le debe haber parecido propicio para contar esta historia donde la comida es un pretexto. Trata de darle un lugar sensual, pero no funciona. No es una película que muestre con honestidad a personas que aman la comida y vibran con ella. Bueno, al menos a mí, no me convenció.
Si hablamos de películas comestibles y de directores gozadores, cómo no mencionar Comer Beber Amar, de Ang Lee, una cinta donde los condumios orientales que revuelve el protagonista llegan casi a oler a guisos con salsa de soya; donde ese mismo cocinero entiende lo que significa compartir una buena comida y por eso se esmera en prepararla para sus hijas; una preciosidad. Como también lo es la inolvidable Fiesta de Babette, de Gabriel Axel, donde esa mujer que se gana la lotería prepara para todos los piadosos y austeros viejitos del pueblo danés donde vive una cena voluptuosa y refinada. Una vez que los ancianos prueban esos bocados y beben los más ricos vinos, su alma también se entibia y sonríen, bailan, rejuvenecen y, casi diría, sus vidas vuelven a tener sentido. Tal vez sea demasiado para atribuírselo a la buena comida, pero estoy segura que más de una vez al probar un bocado divino han experimentado estas sensaciones.

El servicio

Hace un par de números, escribí para la revista Capital sobre el tema del servicio, algo sobre lo cual la preocupación extra nunca será suficiente. Acá va el texto aparecido en Capital del 27 de julio de este año.

La cuenta, por favor

Muchas veces nos han dado ganas de decir esta frase en un restaurante antes de tiempo, a causa del mal servicio. Un punto negro que puede echar a perder hasta el plato más delicioso, que deja en la boca un sabor amargo y un dolor por ahí por la zona del bolsillo.

Lo que abunda no daña, dice el dicho. Por eso nunca me cansaré de insistir en el tema del servicio, que sigue siendo la piedra en el zapato para la gastronomía en Chile. Yo siento que nuestra cocina está mejorando día a día, que cada vez hay más desarrollo y se diversifica la oferta en beneficio de los comensales. Pero nada sacamos con elevar la calidad de los platos si estos no llegan a la mesa en las condiciones perfectas en que deberían.
Recreemos una situación desastrosa (de las muchas que uno quisiera no haber vivido). Llegamos al restaurante elegido y nos sentamos a la mesa. El mozo trae la carta, la revisamos y pedimos explicaciones de algún plato. El tipo no sabe, va a la cocina a preguntar y vuelve a dar razón. Con otros platos sucede lo mismo. Cuando finalmente nos decidimos, el mozo vuelve un rato después a informarnos que se acabó el ingrediente principal. Cambiamos de alternativa. Llegan los platos a la mesa un buen rato después, pero nunca nos ofrecen vino. O nos ofrecen, pero nos tratan de “vender” alguna etiqueta en particular, y no precisamente porque sea la mejor combinación con el plato elegido. La comida está correcta, aunque los platos no fueron calentados y con la ola polar, el contenido con suerte llegó tibio a la mesa. Alguien pidió carne a punto y llegó recocida, lo mismo que un pescado. Reclamamos y el mozo trata de justificar a la cocina, pero igual se lleva los platos de mala gana. En el rato que demora en regresar la comida, picoteamos tanto pan que cuando llega ya se nos ha ido el apetito. Vuelven los platos, están mejor, pero no como fueron pedidos, o sea, como debieran estar. Qué desagrado, ¡¡¡qué rabia!!! Y pensar que uno está pagando por eso, mejor nos hubiéramos quedado a comer en la casa… Después viene el episodio de los postres. De los 5 que hay en la carta, 3 había que pedirlos con anticipación porque su ejecución toma mucho tiempo, pero eso nunca se dijo. No hay que ser ingeniero para saber que hay entonces solo 2 opciones… Más rabia. La segunda botella de agua que le pedimos al mozo junto con el plato de fondo, simplemente nunca llegó. Al momento de la cuenta, viene cobrada, junto con los platos que devolvimos y que por mínima cortesía, podrían haber al menos rebajado. Esta no es la experiencia más pesadillesca que me ha tocado, pero un par de desatinos en el servicio pueden echar a perder hasta la cocina del mejor chef.
¿Cómo debiera ser? Veamos un caso utópico, para que sirva de ejemplo. Sentados, el mozo (o maître, si lo hay), explica la carta con conocimiento de causa, avisando lo que no está disponible en ese momento. Si cabe, hace recomendaciones a los indecisos, pero sin muestras de impaciencia ante la indecisión, como si atenderlo a uno fuera lo más importante del mundo (mal que mal, uno está pagando por eso, ¿no? Ah, aparte: el mantel está perfecto, las servilletas impecables, el pan fresquito, la mantequilla igual…). Nos ofrecen la carta de vinos y, si no sabemos qué pedir y hay sommelier, nos recomienda algo de acuerdo a nuestros platos. El vino se descorcha en la mesa, se prueba y se sirve. Los platos llegan calientes; la carne y el pescado tal como se pidieron (la comida incluso puede no estar perfecta, pero les aseguro que el resto de los detalles pueden mejorar nuestro nivel de aceptación porque estamos más contentos). Cada cierto tiempo se han acercado a la mesa a mirar o a preguntar si necesitamos algo, han retirado los platos sucios, la panera, el plato de mantequilla vacío, han rellenado las copas, etc. Todo esto, con pocas palabras, sin simpatías impostadas y sin exageraciones. O sea, lo justo y necesario. Porque pasarse para el otro lado, un garzón zalamero, también es una pesadilla.
El servicio es la pata coja de la mesa en los restaurantes chilenos hoy. En mi modesta experiencia, yo calculo que los casos de buen servicio no llegan ni al 30% de los locales, siendo muy manga ancha. Al resto, buena falta les haría una clase magistral. Entender que los comensales, pudiendo comer –muchas veces incluso mejor- en sus casas, vienen a su restaurante, pagan por la comida y el servicio. ¡Y hasta dejan propina!!! Pero esa es harina de otro costal y lo dejamos como tema para una siguiente crónica.

jueves, septiembre 20, 2007

El pecho

Tenía varias horas de aeropuerto en perspectiva, horas de silencio y lectura, cosa que a estas alturas solo puede ser un placer para mí. Por eso, aunque me quedaba aún un libro de los que había llevado a ese viaje a Medellín, igual decidí comprar otro. Una buena amiga me había dicho que el mejor escritor de la vida para ella es Phillip Roth, así que ubiqué un libro que por su contextura delgada, color rosado guagua y título llamó mi atención: El pecho. Esto es lo que escribí cuando terminé el libro.
Esta delirante y asfixiante fantasía no puede menos que recordarme un cuento de Bukowsky en el que el protagonista se volvía diminuto y no podía escapar de la mujer que terminaba engulléndolo con su sexo. Tal como la fantasía que Almodóvar recrea en Hable con ella, en blanco y negro e imitando una película del cine mudo. Claro que en este caso el personaje principal es un profesor de literatura que se convierte en un pecho femenino, en una descomunal teta de un metro ochenta de altura y desconcierto. Y desconsuelo ante su extraña desgracia que el trata de entender por un momento como un exceso de compenetración con los textos La metamorfosis de Kafka y La nariz de Gogol, enseñados por él a sus alumnos durante años.
Es un libro extraño, raro, desconcertante, y donde la misteriosa transformación no es graciosa sino dramática. Profundamente intelectualizada, pero dramática, aunque igual con mucho rasgo humorístico. Me gustó leer esta novela, pero no sé si me gustó la novela, ¿me explico? Me deja con una desazón incómoda, surrealista y rara. Angustia ante la impotencia de Mr. Teta.

Han pasado varios días desde que terminé el libro y escribí esta notita, y el recuerdo de El pecho persiste. Ha bajado la sensación intelectualizada y se mantienen los visos de humor, pero la resaca continúa. Se los recomiendo. Edición de Mondadori.